Hay ciertos movimientos convulsivos, repetidos con
frecuencia por parte de los demás (porque los nuestros los tenemos tan asumidos
que no los reconocemos y sobre todo, que nuestras cosas nunca nos incordian)
que me producen pavor, como el repetido
tocarse lo huevos, de ciertos hombres que parece que cada 5 minutos tienen que
comprobar que aún los llevan puestos, o
la frase “oye, una cosita” que antecede
a una patata caliente como una catedral endilgada con holgura, la mueca y mohín del “ya no puedo más con mi
vida” como si uno fuera un mártir de la inquisición de cualquier
trabajador de ventanilla pública cuando
le pides una información, o la que ya me pone enferma: la palmadita en la
espalda, que cual perejil en el plato culmina cualquier situación en la que tu
interlocutor te está considerando un perfecto imbécil al que hay que consolar,
bien porque te acaban de encajar un marrón de proporciones estratosféricas o
bien porque en el meneo de su mano sobre tu chepa sella la superioridad
implícita de quien te tiene alentar por haber nacido tan pardillo.
Es un gesto de jefe insufrible o compañero con
aspiraciones delirantes, de cabrón etiqueta negra, miembros de una misma
especie que atesta la oficina. Los puedes oler a distancia, con ese aroma a
vitalidad tumefacta, a simpatía reseca, a codicia revenida que rezuman. Son los
que descienden por el eslalom de los problemas, sorteándolos uno a uno, con los
esquíes de la falta de escrúpulos, mientras los demás se estrellan con los
obstáculos, porque alguien tendrá que hacerse cargo, los pardillos, que reciben
la condecoración de pringados con el rito oficial de palmadita, “yo te nombro
el pringado del reino” se puede oir entre chasquido y chasquido.
Poco a poco os iré desgranando la fauna laboral, tamizado
por mi forma de ver las cosas, de forma sutil sin ser pueril, pero de momento
os lanzo esta pregunta: ¿que tic
odiáis en los demás?,
